Sobre una suave pendiente que se pierde en un tenebroso cañadón, el coirón se agita ante las ráfagas violentas. Es extraño que al clarear nomás, el viento castigue con tanta dureza, los ojos se entrecierran para evitar el polvo, el cuerpo se inclina previendo los repentinos sacudones del pampero, las voces se apagan por el esfuerzo; aun con frío se suda.
Cavar es siempre una labor desagradable y la estepa patagónica, con su canto rodado y su roca gris de basalto lo hace aun más duro. Las manos, curtidas por las labores del campo en largos arreos y agotadoras esquilas, deben resignarse a sufrir por el frío y el esfuerzo. En la aspereza de sus palmas pueden leerse sus historias. Un hombre con un pico logra romper las rocas que otros con palas remueven, no son muchos los que quieren perder demasiado tiempo en esta ingrata tarea.
Desde el filo de la cuesta unas sombras humanas se proyectan, anunciando al sol que se eleva sobre el horizonte, en pocos minutos una luz muy tenue alcanza la pared del cañadón; el frío sin embargo no cesa ni perdona, a los que expuestos, trabajan. Algunos se afanan por terminar, unos pocos en cambio con ingenua lentitud buscan hacer eternos esos momentos. Hay uno que no trabaja, tozudamente se mantiene apartado, parece recordar, acaso otros sonidos, otros colores, otros paisajes. Otro se toma las manos y llora; es extraño pues no parece que todo esto sea posible: ni esta tierra de ausencias y olvidos, ni los designios salvajes de los hombres, ni la memoria que busca el olvido. Nada parece ahora real.
Desde el Este se percibe con dificultad el sonido de un motor que se acerca. Algunos adivinan el fin de toda esperanza. El auto se sacude siguiendo una huella que sólo el ojo del baqueano puede percibir. Unos capones corren espantados hacia el bajo. Son las nueve, ya nadie cava, casi nadie habla, es poco en verdad lo que se puede decir. Las palas yacen apiladas junto a una mata, algunos fuman, otros han hecho ronda, se buscan en una mirada, un consuelo o una palmada.
Los que estaban en la cima de la pendiente aprestan sus uniformes y sus armas y ahora se mueven. Descienden juntos en hilera, se los nota a disgusto, se desplazan con lentitud, su paso no es marcial, sólo uno de ellos parece decidido a terminar. Todavía se escucha el llanto de uno de los hombres, los rostros de todos se tensan, el sol ahora los alcanza. Ya no duelen las manos, ni siquiera el viento importa ahora. Aquello que no parecía posible, que de tan terrible se negaba, comenzó inexorablemente a ocurrir. Una palabra en medio de todos, una palabra asesina que es una orden, un sonido metálico al que le sigue un grito, un mortal estruendo y toda la fila de condenados con sangre en sus pechos, sus rostros y manos caen en las tumbas que se han cavado.